lunes, 6 de mayo de 2013

Una vez fui un niño.



Una vez fui un niño.


Corrí entre las callejuelas de mi ciudad, por muy oscuras que parecieran. Salté vallas sin miedo a descubrir lo que pudiera haber al otro lado. Empujé a otros niños y después les ayudé a ponerse en pie de nuevo. Soñé con los monstruos que había bajo mi cama, con príncipes azules y con las princesas que rescataban. Fui pirata, aventurera, maga e incluso diosa griega. Estaba dispuesta a comerme el mundo en cualquier momento. No me importaba mancharme la cara al beber un cola-cao, si eso levantaba el ánimo a alguien que estaba triste. Cinco minutos eran todo un mundo de posibilidades. 
Aprendí a diferenciar lo que era bueno de lo malo.

Ya no soy un niño.

Ya no corro, porque los caminos son tan oscuros que podría caerme al no ver lo que hay en ellos. Tampoco salto, porque, ¿quién sabe lo que me aguarda tras la caída? Ahora, si alguna vez empujo a alguien, lo dejo en el suelo; no quiero que me echen las culpas. Hace mucho que dejé de soñar, porque soñar es de niños, soñar no sirve. Soñar es inútil, porque los sueños no existen, como tampoco existen los príncipes azules. Ya no soy nada especial, no puedo ser nada diferente porque tengo que ser como todos. Es gracioso que para destacar tengas que ser igual que la mayoría. Parece que el mundo me quiera comer a cada paso que doy. Bebo cola-cao a escondidas y me limpio el bigote de chocolate con servilleta, que queda mucho más elegante. Me faltan horas en el día para hacer lo que quiero, pero el problema es que no sé lo que quiero. 
He olvidado si realmente hay cosas buenas o cosas malas, porque ahora todo lo hago porque hay que hacerlo, sin pararme a pensar las razones.

Algún día, tú también te darás cuenta.

Te darás cuenta de que la vida pasa demasiado rápido como para preocuparte por que alguien te vea con la cara manchada de cacao o quejarte de que todo lo malo te pasa a ti. Te darás cuenta de que los que realmente valen la pena son los pequeños placeres de la vida, los que luego se quedan como recuerdo permanente en tu cabeza. Aquella sonrisa borrosa, aquel descenso en bicicleta. Aquel golpe en el brazo y lo bien que te sentiste cuando el dolor se pasó. Aquella noche de estrellas en la que, verdaderamente, te sentías tan fuerte que podías comerte el mundo, el cielo y el universo entero.
Te darás cuenta de que, si todos sacáramos el niño que llevamos dentro, si todos hiciéramos más y dijéramos menos, la Tierra sería un lugar maravilloso.

Y tengo la sensación de que, en el fondo, sigo siendo un niño.